jueves. 25.04.2024
CON LA VIDA POR DELANTE

Viajeros al tren

El sonido de la respiración gemía en mi cabeza. Lento, acompasado. Como un descubrimiento, con una fascinación que no esperaba. El compartimento ya no tenía el mismo aroma añejo, veladas quedaron las esencias de madera y tapicería polvorienta. Las nuevas notas confundían mis sentidos, impregnaban la piel. Lavanda, naftalina, agua de rosas, menta. Aún sin abrir los ojos sabía  que ya no estaba sola. Guardaban silencio los viajantes, les delataban sus aires contenidos, la química de su naturaleza.  

EstacionTren (Copiar)

No sabría decir el tiempo que llevaba durmiendo, ni en qué momento comencé a compartir la intimidad de mi sueño.

Estaba inquieta, temía que me delatase la evidencia. Seguro que habrían notado que recobré la compostura, que ya no respiraba con la boca abierta. La fuente de saliva que se deslizaba por mi boca hacia la longitud del cuello, en dirección al pecho relajado, se había secado. Me sentía atrapada. Mi nariz, pecosa y respingona, ya no resonaba como el eco de una cueva, mi cabeza ya no traqueteaba alocada sobre el frío cristal.

Fingí inútilmente seguir dentro de la crisálida, a salvo de la inspección  indiscreta.

Los murmullos impacientes no tardaron en llegar, las ganas de hablar de los viajantes se atropellaba en la morbosa lengua. Se removían en los asientos, exasperados, haciéndose notar. Sabían que les escuchaba, que me ocultaba tras un ridículo disfraz. Noté sus encrespadas miradas, los labios apretados, los aspavientos exagerados.

Y mientras tanto, inmóvil, seguía esperando. Con mi pelo negro alborotado, las mejillas prendidas de rubor incontrolado, el vestido de corsé inconvenientemente desajustado, lo botines lejos de mis pies cansados. Con una única pregunta en la cabeza ¿En qué momento llegué a pensar que la soledad de aquel compartimento me pertenecía?

El tiempo se detuvo en los instantes. Entraban y salían los viajantes. La indigna atracción estaba asegurada. Las primeras mil veces fueron incómodas, violentas, pero al igual que un niño que tapa sus ojos jugando al escondite llegué a convencerme de que ojos que no ven corazón que no siente. Justo en ese momento, en ese en el que volví a sentirme cómoda con mi soledad me atreví a jugar.

Imaginé cómo serían, qué ropas llevarían, qué prejuicios provocaría mí deshonrosa presencia, quién les esperaría al parar el tren. Aquel sería un día memorable, estaría en todas las conversaciones nacidas de ese viaje. Sin querer comencé a sonreír. Me sentí osada, valiente, como nunca en mi vida.

Estaba dispuesta a esperar. Nada me lo impedía, ni la incomodidad ajena, ni lo políticamente incorrecto. Mis ojos permanecerían cerrados, imaginando el paisaje, creando un mundo lejos de los prejuicios. Sería libre en mi pequeño compartimento.

Recuerdo la sensación. Era una pose a estrenar. Probé la miel de ser otra persona y me gustaba, me excitaba de un modo casi perverso. Caminaba entre las luces y las sombras del arrepentimiento y la rebeldía.

De repente un grito. Una sutil daga que penetró en mis oídos y me sacó de un puntapié de la mentira o tal vez de la verdad de mi teatro de la osadía. Sobresaltados, los ocupantes murmuraban asustados. Hacían el amago de levantarse del asiento para ver de dónde procedía aquel espanto con firma de mujer.

Me levanté de un salto, sincronizada con el grito. Los presentes dejaron de lado el disimulo que no merecida. Minuciosamente me observaban a pesar de la tensión del momento. Y sin reparo me puse los botines, como pude recoloqué mi desairada apariencia y me dirigí a la puerta del compartimento asiendo esa nueva valentía que se aproximaba cada vez más a la inconsciencia.

  • ¿Se puede saber dónde va, señorita?- inquirió un señor mayor cortándome el paso con un bastón de madera que blandía como si de una espada se tratase.
  • Disculpe- contesté  desafiante.
  • Haga el favor de sentarse. A quien le corresponda que se encargue de este asunto. Los que estamos aquí poco podemos hacer-  Contestó refiriéndose a los ocupantes de aquel compartimento, tres mujeres jóvenes, una anciana y él mismo.
  • Aparte el bastón sino quiere que lo aparte yo

El público femenino, sobresaltado, aceleró los aspavientos de unos abanicos que echaban fuego, mientras que el anciano retiró el bastón no sin antes deleitarme con una bonita frase “Descarada, espero que te den tu merecido”.

Abrí la puerta del compartimento, asomé lentamente la cabeza. No había nadie. Claro, pero quién en su sano juicio saldría de la seguridad de lo que ya conoce para sumergirse en lo desconocido. Se ve que yo. Vestir una nueva piel es lo que tiene, está prohibido mirar atrás. 

Viajeros al tren