jueves. 28.03.2024

Continuamos con los fragmentos escritos por Carlos Isidro Muñoz de la Espada de su novela "La Galana", en esta ocasión nos habla del traslado de la Virgen a Valdepeñas en 1808.

Fragmento de la novela "La Galana"

de Carlos Isidro Muñoz de la Espada, capítulo XI, parte II

El último día del mes, 31 de mayo, los dos regimientos suizos de retaguardia con sus espectaculares y desmesurados uniformes, abandonaron Valdepeñas siguiendo el mismo camino a Andalucía de las tres tropas anteriores. Horas más tarde se supo que no había ninguna partida más dispuesta a cruzar la villa, pues Manzanares se encontraba desocupada y tampoco tenían noticia de que hubiera movimiento, por lo menos en todo el Norte de La Mancha.

Así pues, el clamor del pueblo fluía por las calles, tras el desconcierto al ver por allí a la santera de Aberturas, sin intención alguna de regresar a la ermita de Consolación para velar por la Virgen.

El cura Calao lo tenía dispuesto, y convenció a Fray Victoriano Fontecha, párroco de la iglesia de Nuestra Señora, para que hiciese por rescatar la venerada imagen del páramo de Aberturas y la instalara en la iglesia del pueblo. El único problema que se vislumbraba era el hecho de que la Virgen fuera patrona de cuatro villas, entre ellas, la émula Manzanares, que no permitiría ser despojada del tesoro que aquélla representaba.

Aun así, actuaron rápido. El párroco salió vestido con su hábito negro adornado con la gran cruz roja de Calatrava, acompañado de sus cuatro coadjutores, siendo uno de ellos Juan Antonio León, el cura Calao.

Se ordenó salir al pregonero a la plaza, atestada de gente y rebosante de basuras abandonadas por los franceses, a anunciar el inminente traslado de la patrona, la Virgen de Consolación, a la iglesia de Nuestra Señora de la villa de Valdepeñas. El pueblo, alegre de saber que se salvaría a su Virgen, salió con desmadre de sus casas y se agolparon unos con otros tras la comitiva eclesiástica. De este modo, en procesión y cantando salmos tristes y desolados, fueron circulando por la calle Ancha hasta salir al campo del Norte.

Juana se asomó a la puerta con su madre y hermanas para ver cómo desfilaban todos los vecinos hacia el Camino Real. Las mujeres, ataviadas con las mantillas de misa, y los señores y labradores con sus monteras en la mano, iban saliendo del pueblo con luz en los ojos, deseosos de descubrir a la Virgen en fecha distinta a la de su romería.

―Esto se desmorona. Todo lo que conocíamos hasta ahora se deshace ante nosotros ―comentó doña Manuela, abstraída, apoyando su mano en la jamba de la puerta.

―Pero, ¿no han dicho esta mañana que ya no pasaría ningún soldado más? ―preguntó Juana mirando a su padre, que no contenía la emoción de ver alterado al pueblo, tan unido por un fin común.

―No, hija. No van a cruzar más en estos días, pero es seguro que volverán. Sólo acaban de empezar.

Santos dio un empujón a su mujer y entró con ardor en el zaguán, gritando como un poseso:

―¡Hay que matarlos! ¡Matarlos a todos! ―y no paró de repetir lo mismo, al tiempo que dispensaba patadas a los muebles, hasta que Elena entró para calmarlo.

(…)

En la ermita de Consolación, el disgusto fue general al descubrirse los destrozos que las tropas habían ocasionado. La Fraila no había exagerado nada al relatar la furia que había movido a aquellos soldados. Gracias a que la imagen todavía se mantenía entera en su hornacina, cubierta por la seda que la enmarcaba en un nimbo valioso y misterioso, igual que se mantiene a las reinas en sus aposentos, protegidas de los males cotidianos.

Avanzada la tarde, la ingente comitiva regresó a la villa a paso ligero con la imagen de la Virgen de Consolación sobre unas andas y protegida por un palio de tapiz y damasco. Seguía cubierta por la seda. Los que no habían seguido a la procesión salieron a la puerta de sus casas para vitorear a la patrona, sumándose a su encuentro y siguiéndola hasta la plaza Mayor.

(…)

Las señoritas Solance y Carabantes, que iban rodeadas por labradoras, llevaban amplias y largas mantillas de organdí formando grandes bullones rizados en lo alto de la cabeza. Caminaban despacio, a pesar de estar siendo empujadas, dándose aire con abanicos de terciopelo decorados con borlas de seda.

Juana se abrió camino hasta las chicas y besó a Isabel. Después saludó a Lucía y a Consuelo.

―¿Qué tal, Consuelo? ¿Habéis venido de Madrid?

―Sí, Juana. Me alegro de verte ―contestó la joven petimetra, no sin denotar algo de recelo―. Vinimos a mediados de mayo, porque Madrid se ha convertido en un cuartel general; no puedes ni imaginarte la catástrofe del día 2 y la gente que murió por toda la ciudad. Nos han robado los franceses en dos almacenes y nos han quitado hasta la última gota de vino para llevarlo al Palacio. Dicen que van a coronar allí a Murat.

―¿Quién es Murat? ―preguntó Juana, inquietada por las desastrosas noticias.

―El General francés que dirige la Junta de Gobierno. Aunque hay amistades de mi padre que dicen que Napoleón le tiene el trono guardado a un hermano suyo. Por lo visto, está nombrando reyes de todos los países de Europa a sus hermanos.

(…)

Siguieron el camino hacia la plaza Mayor. Juana no paraba de mirar a un lado y otro para ver si encontraba a Francisco. Pero no le vio en todo el trayecto.

Detrás de la Virgen, a la que todos se acercaban para tocar el manto y pasarle amuletos por los pies, fueron entrando en la iglesia en gran tropel. Al instante, el gentío tomó con confusión cada rincón del enorme salón del templo.

La Fraila, con ayuda de los monaguillos y un carpintero, subió la imagen hasta la ostentosa hornacina central y allí la instalaron ante la expectación reunida. El pueblo se encontraba exaltado. Se mezclaban sentimientos de rencor hacia los franceses, que les desordenaban la vida y la moral, con los de vivo fervor herido por el rescate de la patrona. El hecho de que aquel pueblo asistiera a la guarda y captura de su patrona para protegerla de una amenaza extranjera, simbolizaba la deshonra a la que habían sucumbido, como si estuvieran con ello escondiendo a su propia madre para evitar que fuera ultrajada y se les viniera encima una ineludible compunción general.

Desde el altar hasta el coro, desde la puerta de los Apóstoles hasta la de umbría, la iglesia entera rebosaba gente mezclada, de todas las clases, de todos los oficios y condiciones. Era fácil ver a una anciana con su nieto al lado de un tullido, o a un labrador codearse con un gran propietario. Todos se miraban a la cara y descubrían unos en otros el mismo sentimiento de ira y desconcierto. Habían sido heridos en lo más profundo. El pueblo, aunque muchas diferencias abarcaba en cada corazón y aun con tantas desavenencias se encontraba a diario, aquel día se unió para lamentar el triste repliegue de sus vidas. A Valdepeñas iban regresando los que un día decidieran probar mejor suerte en otra ciudad, como había hecho el señor Carabantes. También los jornaleros dejaron de trabajar esos días, para acompañar en lo que se precisara al resto de sus conciudadanos. Así mismo, los arrieros y carreteros retornaban a Valdepeñas y ya no salían. Y eso mismo era lo que habían tenido que hacer con la Virgen.

Se celebró una ceremonial misa y se dio la comunión a cuantos se pudo, que las hostias se acabaron antes de llegar a la mitad. Incluso algunos que habían llevado en sus morrales pan como provisión en el camino, sacaban sus sobras y pedían a los curas que lo bendijeran para poder comulgar. Después, todos pidieron que el cura Calao hablara, pues era en el que más confiaban.

Juan Antonio León-Vezares, el cura Calao, subió la escalera de caracol del púlpito y se situó en el balconcillo ante un clamor exorbitante, jamás conocido en el templo. Se pidió silencio para poder escuchar lo que el cura improvisadamente tenía que decir. De este modo exclamó al pueblo exaltado tras dirigir un último vistazo a la Virgen:

(…)

Continuará...

Sobre el traslado de la Virgen a Valdepeñas en 1808