martes. 23.04.2024
OPINIóN

La señora Tártara

La Señora Tártara, de Francisco Nieva, estrenada en el Teatro Marquina de Madrid en el otoño de 1980, es uno de los más importantes dramas españoles del último tercio del siglo XX. Su tema es espectacularmente teatral. Si los racionalistas cartesianos y el idealismo alemán de Fichte sostuvieron que la realidad es una mera producción del pensamiento, demiúrgico o propio, Francisco Nieva nos propone una realidad cuya historia depende de los estados de ánimo de Arystón, un joven constructor de cacharros tecnológicos y que estudia arquitectura. 

la señora tartara

 

Arystón a sus veintisiete años ya es todo un polihístor o polimático clásico: ha hecho las carreras de Medicina, Derecho, Matemáticas, Ingeniería y Arquitectura. Joven sabio lleno de desasosiegos, al que ahora su exigente madre Mirtila, retrato quizás de la propia madre de Nieva, primera discípula de su hijo, pide la recompensa de todos sus afanes de madre entregada a la causa del hijo genio, pero pobre, muy pobre, a punto de ser desahuciado de su casa por su tío Firmamento a causa de deudas al Estado. La vida de la gente, en una última instancia, dependerá a través de la Señora Tártara, personificación de la Muerte, siempre en perpetua transformación heraclitea – “la Naturaleza gusta de esconderse” – de que el filántropo Arystón desdeñe a esa gente o no de forma harto involuntaria. La gente muere porque la mata el desdén de Ary, nickname de Arystón, aunque éste no lo quiera ni de pensamiento ni de corazón. La gente muere a pesar de no desearlo su asesino. La gente muere por el desdén no deseado de un filántropo lleno de ansias de amor, que es capaz de rescatar con su sabiduría de las garras de la muerte a viejos condenados ya por la Naturaleza, las vidas inútiles de ancianos. La gente muere porque desde los ojos del hombre bueno casi todos los hombres merecemos ser despreciados. ¿Y por qué tiene Arystón este poder? El desdén de Aristón hacia los malos, los mezquinos, los ruines, matará a estos precisamente por no haber él mismo desdeñado a la misma muerte, la Señora Tártara, que lo recompensará con esta potencia letífera.

La señora Tártara se metamorfosea continuamente, es hombre y mujer, se disfraza de forma distinta en cada aparición, se convierte a cada paso en algo diferente, simulacros de cambio, como si fuera fantasmal transformista en la órbita siempre del glamour, como si con ese perpetuo disfrazamiento revelase la significación profunda del enigmático aforismo heraclitiano sobre la verdadera realidad de la Naturaleza. La ambigüedad sexual de la Muerte tiene como referente un amigo estrafalario que Nieva conoció en su época parisina, y que le tuvo que impactar o impresionar muy en lo vivo al autor valdepeñero.

Jóvenes amigos de Arystón, la Juventud Dorada de ese inexistente ducado germánico en donde todo sucede entonces, siempre y antes de siempre, universo de la acción dramática, lo tienen como su líder en el partido de la Luna Democrática, a pesar de que el corazón de Ary dista mucho de las siniestras tentaciones políticas de socios como Denario y Cambicio. Firmamento, trasunto del ministro español de la IIª República Cirilo del Río, tío de Nieva, y el marqués de Bosqueleandro, junto al asesinado barón Fiasco, representan el viejo poder, el codicioso establishment ( La Luna Autoritaria), no peor, por ciento, al que se avecina con la Luna Democrática. Pero ni la Luna Democrática ni la Luna Autoritaria pueden cambiar el destino de Arystón fundado sobre un fondo insobornable. Quien mejor lo conoce, su amor, Pasimina, así dice de él definiéndolo con exactitud: “Ese desgraciado piensa”.

Firmamento le propone a su esclarecido y egregio sobrino Ary abandonar al populacho desagradecido, al que Ary quiere asegurar la vida multiplicando los panes y los peces, y, en su lugar, atenderle a él sólo, a fin de que su vida de viejo forunculoso no se extinga jamás, e incluso pueda rejuvenecer, como así sucederá. Firmamento representa el sentido común de la vulgaridad. Sus verdades son verdades auténticas y hasta profundas, pero lo son sólo para los hombres vulgares como él. La vulgaridad también puede tener un sentido abisal. Así, dirá muy sensatamente del izquierdista Pértinax, nombre de emperador romano, hijo del marqués de Bosqueleando: “Será rebelde hasta que herede”. Y en esto acierta. Firmamento quita la piedra de perigone de la casa gótica de Ary y Mirtila, la que haría que en tres semanas se derrumbase la casa del genio – y quizás el propio universo de esta obra de Nieva -, y emplaza a su insigne sobrino a estudiar arquitectura gótica para descubrir la clave que impida el derrumbe.

Arystón llegará a tomar cerveza con Carlos Marx, de apariencia húngara, quien lleva con él un oso atado a una cadena. Su amor a la humanidad y, en particular, a los más débiles lo acerca a él, pero Aryston, a fuer de bueno, filántropo, joven sabio e inteligentísimo, se ve obligado a amar a gentes a quienes desprecia con su bondad indesmayable y su inteligencia, pues que casi todos los hombres vivimos en medio de nuestros pecados mezquinos y pasiones miserables. Un santo inteligente del mismo modo que ama a los hombres los tiene que despreciar. He aquí la gran paradoja moral de este grandísimo drama. Los amigos de la Luna Democrática, como buenos comisarios políticos, intentan infundir en Ary una gran capacidad de autocrítica, un odio hacia sí mismo tan grande que lo aleje de todo desviacionismo político. Con razón no gustó La Señora Tártara a Eduardo Haro Tecglen, el Gran Inquisidor marxista-leninista de las tablas españolas, enhebrado hasta los tuétanos de estéril beatería comunista, que tanto daño hizo a los derechos del arte con su porra implacable desde El País. Él también debió ser miembro de la Luna Democrática, y sin duda pudo verse reflejado en el joven fariseo Pértinax. Denario y Cambicio no sólo son hombres de Partido, sino que sólo son hombres en el Partido, antecedentes de un prefascismo comunista, en donde sólo los jóvenes sin taras físicas pueden ser miembros del Partido, como las antiguas JONS de Ramiro Ledesma. Juventud revolucionaria que alumbra al Hombre Nuevo (Pértinax). Todo buen Inquisidor, como Pértinax, como Haro Tecglen, no importa si es de izquierdas o de derechas, acabará llamando “traidor” al que piensa con libertad, sin anteojeras ideológicas, sin permitir que haya policías en su fábrica de pensamientos. Ser traidor a las iglesias sucesivas es el destino de las almas libres. Más aún, en Aryston (Nieva) el imperativo de la ética intelectual y abstracta queda sustituido por el íntimo, concreto, vital.

Leona, la camarera que sirve enormes picheles de cerveza en el albergue, que concuerdan con sus espléndidos senos rozagantes, personifica sin duda el bien y la pureza, la sencillez y la inocencia, y por ello es el personaje más parecido a Arystón, que no es más que Leona sin sabiduría. También Leona, encendida y bulliciosa muchacha mil veces reproducida en los antiguos almanaques bávaros, es la única alternativa al hombre technicus que nos proponía al principio de la obra Arystón, y que acabará rebelándose ante ese destino, al presentir éste que nos abre un mundo de muerte y desolación. Francisco Nieva se inspiró para construir a la virginal Leona en Sofía, una adorable asistenta que vivió con su familia muchos años, y que la porta el genio valdepeñero en su corazón vivísimo, como una hermana de sangre verdaderamente real.

Toda esta obra nos perturba profundamente por los aspectos morales que entraña, siempre ambiguos con posibles soluciones ambiguas. Pero el autor no nos enseña a resolver estos problemas morales; sólo nos los presenta, nos los expone. Se niega a ser un vendedor de doctrina, a hacer catequesis. Pretende sólo conmovernos con su arte. La vida humana, como la de Arystón – y en esto Nieva es orteguiano – es la lucha del hombre con su íntimo e individual destino, es decir, que la vida humana está constituída por el problema de sí misma, que su substancia consiste no en algo que ya es, sino en algo que tiene que hacerse a sí mismo; que no es, pues, “cosa”, sino absoluta y problemática “tarea”. Y toda vida es, más o menos, una ruina, por causa de piedra de paragone o no, entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido.

Toda la obra, en fin, se enmarca en un barroco delirante que hubiera extasiado al mismísimo Eugenio D´Ors. Nieva dispone, además, del mejor lenguaje del teatro español desde Valle Inclán, y su léxico y la cadencia lírica de su sintaxis, siempre con un número impar de tonemas la frase, son modernistas. Francisco Nieva ha construido probablemente el mejor teatro español del siglo XX. Eso que llamamos “obras clásicas de la Literatura”.

 

La señora Tártara