viernes. 29.03.2024

Una conferencia aún no olvidada

El profesor y médico Jérôme Lejeune ( nacido en París en 1926 y muerto en su ciudad natal el 3 de abril de 1994 ) ha sido uno de los más grandes genetistas mundiales, y padre indiscutible de la Genética moderna. Halló, entre otros grandes descubrimientos genéticos, las razones cromosómicas que explican el síndrome Down, así como el síndrome del maullido del gato. 

El profesor y médico Jérôme Lejeune ( nacido en París en 1926 y muerto en su ciudad natal el 3 de abril de 1994 ) ha sido uno de los más grandes genetistas mundiales, y padre indiscutible de la Genética moderna. Halló, entre otros grandes descubrimientos genéticos, las razones cromosómicas que explican el síndrome Down, así como el síndrome del maullido del gato. Su labor como investigador indesmayable no le impidió el celoso cuidado de miles de enfermos cuya discapacidad intelectual se fundaba en razones de tipo genético. Su enorme talento científico, unido a una certera intuición y “ojo clínico”, y su sensibilidad humanista le hicieron ser merecedor de múltiples distinciones y galardones egregios, como ser miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias (1974), de la que sería nombrado veinte años más tarde su Presidente vitalicio, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas (1981), miembro de la Academia Nacional de Medicina (1983), “Doctor Honoris causa” en las 21 universidades más prestigiosas del mundo, y asociado en las universidades americanas, inglesas, alemanas y suecas más importantes en temas de genética. Su actividad científica y médica se compaginó con sus múltiples tareas sociales y políticas, basadas en un profundo catolicismo amable, abierto y dialogante, en favor de la vida humana como “nascitura” de singularidades irrepetibles y, por tanto, en contra del aborto y de la interrupción de vidas socialmente no interesantes. Su lucha contra el aborto nunca fue integrista, intolerante e irrespetuosa, sino que se revistió de forma práctica en la ayuda generosa a toda mujer “en peligro de abortar”. Le gustaba más convencer por el amor que prohibir a través de un rigorismo moral. Amaba por encima de todas las cosas a los niños – tuvo cinco hijos – y, especialmente, a los que nacían enfermos, “más niños que los demás”.

A causa de sus muchas virtudes, algunas de las cuales llegan al heroísmo, la Iglesia inició su canonización el 28 de junio de 2007, resolviéndose favorablemente en la Catedral de París, en Notre Dame, el 11 de abril de 2012.

La conferencia a que nos referimos Lejeune la pronunció en Caracas el 23 de mayo de 1989, en el marco de un Ciclo de Conferencias sobre el “Respeto a la Vida Naciente, Procreación Artificial y Experimentación Fetal”.

Se abre la conferencia “in medias res”, sin exordium retórico alguno, con la denuncia que se hace del uso de la amniocentesis, recordando que William Liley la inventó no para amenazar la vida de los niños, sino para salvar la vida de aquellos niños que tenían una probada incompatibilidad “feto-maternal”.

Lejeune confronta en primer lugar el concepto de ética con la noción de moral. Es más cómodo abortar con principios éticos que morales. La ética – para el ala más laica de la filosofía: Sánchez Vázquez, etc. – es una parte de la filosofía que describe los comportamientos sociales en función del devenir histórico, en tanto que la moral es normativa, prescribe comportamientos y, por ende, se compromete con los comportamientos humanos. Esto es, la ética para Lejeune es espectadora, en tanto que la moral se compromete y dicta comportamientos.

Que el espíritu anima la materia lo prueba el sabio francés cuando relaciona la “largura” del cableado elemental del cerebro con la distancia que hay entre la Tierra y la Luna en un viaje de ida y vuelta. Si la urdimbre más sutil que compone el cerebro tiene una extensión astronómica protegida bajo una pequeña bóveda craneana, el software cerebral sólo puede ser de índole espiritual, inasible, eterna y decididamente inexplicable. Somos espíritu, materialmente hablando. Y como seres espirituales nos debemos a un ámbito moral y no de ética animal. Somos la corporización de un espíritu en el momento mismo de la fecundación, de un espíritu subrayadamente singular, distinto al padre y a la madre, en donde el espíritu teleológicamente encuentra su cuerpo, en donde la materia encuentra su forma, en donde la potencia eterna se hace acto temporal. Del mismo modo que se concibe una idea (ámbito espiritual), se concibe un niño ( la corporización de un espíritu sin tiempo ). El hombre y la idea son concebidos de la misma manera. Y ello nos debería poner en guardia de la actual tecnología rampante sin alma que paradójicamente – y de forma siniestra – pretende animar nuestro mundo.

En tanto que espíritu y cuerpo son inseparables – la genética prueba que son realidades indisolubles – quizás estemos regidos por una moral natural inscrita en la naturaleza, que habría que saber descifrar de modo científico. Esta moral natural, en tanto no sea descifrada, debería alumbrase ( o revelarse ) con la moral sobrenatural, y ese “libro de mantenimiento” que es el decálogo bíblico, verdadero fundamento del derecho natural. Esa moral natural inscrita en los genes de la especie se correspondería muy bien con esa “espontaneidad moral” que tiene el bien, y que tanto gustaba no sólo a Kant, sino también a Scheler.

En el ADN está inscrito todo el mensaje de la vida, que se desenvolverá como la música de una partitura. Una partitura para cada hombre. Y cada hombre es la realización de una partitura. Ese hombre por la naturaleza de su partitura es “radicalmente” distinto de los animales. Es por ello que Lejeune cada vez que iba a una ciudad visitaba su zoológico, para confirmar una y otra vez esta idea. El hombre es otra cosa, es un ente moral.

El que la moral sexual sea el apartado más sustancial de la moral no es una obsesión de una vieja moral católica integrista antipáticamente medieval, sino que es una evidencia probada por la neurología: si todas las partes de nuestro cuerpo están gobernadas desde el cerebro, nuestros órganos genitales lo son desde la señorial zona límbica, que a la vez es el palacio de las emociones. Sólo si controlamos la función genital, seremos capaces de controlar todos los demás impulsos instintivos que residen en sedes jerárquicamente inferiores.

 Muy profundas nos parecen las ideas de Lejeune sobre la congelación de embriones, que tanto se acercan a las categorías de la metafísica kantiana. Congelar un embrión es sacar a un ser humano fuera del tiempo colocado de forma aberrante en un pequeño lugar del espacio. Sacado fuera del tiempo, “de su tiempo”, se cosifica, por utilizar la expresión marxista de Georgy Lukacs, para ser útil de modo perverso, como cosa sin derechos, a otro ser humano. Jamás el utilitarismo del gran Jeremy Bentham hubiera llegado tan lejos. Es quizás la mayor falta de respeto a la dignidad del hombre. Cosificar quizás sea peor que matar, porque las cosas ni se matan ni mueren. Sólo caducan.

Es ilegítimo para Lejeune que la ciencia pueda sustituir al hombre en la fecundación. La ciencia puede quitar los obstáculos que tiene la mujer para quedarse embarazada, pero no tiene derecho a sustituir a “su” hombre. Hoy esta idea se nos presentaría como un concepto levantisco contra la mundivisión de este Estado social y de derecho, que suele denominarse “lo políticamente correcto”. Cuando se pasó del Estado Liberal, en el que la libertad de opinión se nos aparece como una resistencia a la mundivisión social, al Estado social y de derecho, la opinión acaba siendo la aceptación de lo políticamente correcto, algo así como el destino de los estoicos. Y es evidente que ya no se puede volver al Estado liberal en cuanto que la extensión de los servicios público ha alterado por completo el mercado, y con ello el mercado de las ideas. Hago todo este excursus para afirmar que la idea de Lejeune es revolucionaria no en cuanto opinión científica cargada de sentido común, sino en cuanto imposible de asumir por un Estado que impone lo políticamente correcto a la sociedad. El mundo vuelve otra vez a la época de Milton y su Areopagítica, en la que el gran poeta inglés sostiene que la verdad y la libertad de expresión se hacen imposibles cuando hay censura previa. Y lo políticamente correcto es la mayor censura previa contra la libertad de conciencia, lo cual daña ignominiosamente la dignidad singular de cada hombre, congelada su conciencia como los embriones. El hombre tiene derecho a tener un padre real, y no la Ciencia como padre.

El único lugar digno para nacer un ser humano es el útero de su madre, “templo interno”, que llama Lejeune. Yo añadiría que de hecho en la lengua griega ese templo interno sostiene el sentido de la hermandad. Al hermano se le llama “adelphós”, porque comparte el mismo útero (“delphós”) con otro. Y de ahí por ciento viene la palabra “delfín”; esto es, “pez con útero”.

A través de la lingüística comparativa moderna Lejeune prueba que la “niña de los ojos”, la pupila ( del lat. pupa, “muñeca”) , es lo que más quiere el hombre en las diversas culturas, como la personificación del amor o del más profundo anhelo en un niño, como el deseo revelado en cada niño venidero.

En el fondo, más allá de toda la filosofía ética que esta conferencia supuso, todo el humanismo del “beato” Lejeune se basaba en algo muy simple para cualquier médico con vocación, la fidelidad vitalicia al Juramento de Hipócrates, “Hórkos Hyppokrátou”, que impide usar jamás las técnicas médicas para matar. Y es que el médico odia a la enfermedad porque ama al enfermo.

Una conferencia aún no olvidada