lunes. 29.04.2024

Dubliners

Aunque Joyce parece profanar, como un estudiante que pone notas en los espacios en blanco de un precioso pergamino medieval, las más sublimes hazañas de la literatura clásica, expresando con ellas la más ordinaria realidad, los dublineses son, en general, sensibles sinceramente a la grandeza artística, grandeza siempre equilibrada, y están orgullosos de sus viejas y, a la vez, recentísimas, joyas artísticas e históricas ( v. gr. la más grande colección de textos medievales en su definitivamente neoclásica Trinity College, con su delicado y perfectísimo templo tetrástilo dedicado al erudito obispo John Stearn). 

Aunque Joyce parece profanar, como un estudiante que pone notas en los espacios en blanco de un precioso pergamino medieval, las más sublimes hazañas de la literatura clásica, expresando con ellas la más ordinaria realidad, los dublineses son, en general, sensibles sinceramente a la grandeza artística, grandeza siempre equilibrada, y están orgullosos de sus viejas y, a la vez, recentísimas, joyas artísticas e históricas (v. gr. la más grande colección de textos medievales en su definitivamente neoclásica Trinity College, con su delicado y perfectísimo templo tetrástilo dedicado al erudito obispo John Stearn).

Si bien se percibe en todos ellos una sabia ironía, un distanciamiento socarrón de la grandeza de los hombres mayúsculos, que sin duda es el manantial de donde brota el concepto de literatura de James Joyce: “A venue for the eternal affirmation of the spirit of man”. Para escribir el Ulysses, además de ser Joyce, hay que haber paseado muchas veces las dos orillas del río Liffey, festoneadas por gentiles beodos y parejas amarteladas. Así, la corriente de conciencia es un afluente escondido del Liffey que sale cerca de Cardiff Lane, que sin rencor irlandés alguno evoca el epónimo de la capital de Gales.    

De acuerdo al mito de Er, que encontramos al final de la República de Platón, Agamenón quiso reencarnarse en un águila, símbolo del poder supremo, en tanto que el agudo y “versutus” Ulises quiso hacerlo en el más modesto y más desconocido hombre. Este deseo sapiencial es el que se encuentra en la novela de Joyce y en la vida feliz de los celtas irlandeses, creadores de un cielo auténtico con una pinta de Guiness o un buen whiskey cantando las siempre alegres baladas irlandesas. El celta es un epicúreo esencial, por eso su misma guerra de liberación, que este año celebra su Primer Centenario -el tan conocido y fracasado Easter Rising -, fue la menos mortífera que la Historia registre.

Esta sabiduría étnica  -el educado y prudente distanciamiento de lo que uno mismo cree- es lo que no han sabido recoger los grandes plagiadores del Ulises de James Joyce: Updike, Orwell, Navokob, Saul Bellow o nuestro mismo Luis Martín-Santos. La futilidad de lo humano expresada con magniloquencia no satiriza la pretendida grandeza de lo humano y sus grandes hazañas, ni rebaja con sarcasmo la condición humana, sino que pretende manifestar la relatividad de las perspectivas que definen al hombre: lo pequeño también puede ser grande, y lo grande puede ser sólo una pretensión de vanidad. Esta visión “racial” de Joyce se ve también potenciada por los grandes movimientos artísticos y culturales que tachonan la época en que nace el Ulysses: Der Blaue Reiter, creado por los pintores expresionistas Kandinsky, Marc y Macke; el “anti-arte” Dada, movimiento fundado en Zürich por Tristan Tzara, Hans Arp y Hugo Ball; o también la Fundación de la Bauhaus de Walter Gropius.

Dublín es una ciudad alegre y confiada en donde una controlada pasión por la vida y su disfrute fundamenta algo parecido a la felicidad. Por sus amplias zonas verdes pasean los recuerdos de sus grandes hombres, desde Oscar Wilde a ese Ataturk irlandés, que fue De Valera, sin duda uno de los grandes estadistas europeos, aunque fuera el piloto de una pequeña isla. Cuadros de Johannes Vermeer y nuestro Juan Gris se pueden ver en la National Gallery y las “performances” más poéticas y provocadoras en su Museo de Arte Moderno. Todo es un continuum, nada es rupturista. Sencillamente el gran platillo del tiempo visto por un hada celta sigue lamiendo la informe materia. Un magnífico plato de cuchara, Irish Stew, nos vincula maternalmente con lo grande y lo pequeño, siguiendo los consejos siempre amables de Jonathan Swift, que otea la ciudad desde el chapitel de San Patricio. (Jonathan Swift, como Joyce, es el otro gran reconciliador de las perspectivas humanas, todas buenas). Las espléndidas vidrieras de las dos catedrales de Dublín pintan con luz el espacio que cierran creando un ambiente de dulce y sagrada intimidad con la Divinidad, una luz vespertina que invita a una siesta bajo el gran árbol del Cielo con hojas de estrellas.

Los grandes monumentos británicos se cuidan con ese amor noble que los irlandiza, y las realizaciones posteriores a los años 20 no ofenden la honorabilidad del pasado monumental, épico e imperial. Irlanda, definitivamente, es un pueblo feliz, robustecida su economía y su gran nivel de vida por un partido conservador democrático-cristiano.

Mientras, el joven héroe Robert Emmet, frente a la Dublina, vigila, junto a un gentil borrachín celta que mira con arrobo a Clara, como a un bello numen de los bosques latinos recién desembarcado en Hiberna, la dignidad infrangible de Eire. 

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