miércoles. 24.04.2024

El poder de las palabras

La realidad la fabrican las palabras, y luego hasta la pueden cambiar ad libitum en un sentido negativo o positivo. De palabras que se refieren a cosas vitandas se pueden construir realidades buenas con palabras-ronroneo. Y al revés, un mundo amable puede convertirse en una realidad inhóspita con palabras-gruñido.

La realidad la fabrican las palabras, y luego hasta la pueden cambiar ad libitum en un sentido negativo o positivo. De palabras que se refieren a cosas vitandas se pueden construir realidades buenas con palabras-ronroneo. Y al revés, un mundo amable puede convertirse en una realidad inhóspita con palabras-gruñido. La misma lanza aquea que a Filoctetes le causa hedionda herida, su propia herrumbre le cura de la mano de Neoptólemo, hijo del portador de la lanza. Nosotros mismos estamos fabricados con palabras y la idea que tienen de nosotros los demás se encarna con palabras articuladas, con sonidos significativos o con los garabatos fenicios que domestican aherrojándolos esos sonidos significativos en el papel o en el universo digital. Las palabras nos crean y las palabras nos llevan. Todo lo que crean las palabras son universos literarios que muy indirectamente se refieren a un universo lejano, siempre inaccesible, base de la metáfora. Con razón el napolitano Giambattista Vico llegó a la conclusión de que las palabras son “las primeras poesías” a partir de sus estudios etimológicos del vocabulario de las Lenguas Clásicas. Así, los griegos llaman al caracol “pheroikos”; esto es, el que lleva consigo su casa. Las orillas del Mar Negro ( Sinus Ponticus ) estaban pobladas por los pueblos más salvajes y crueles, como los aricos, sincos y napeos, cuya ferocidad había llegado al paroxismo debido a su excesivo libertinaje. Los griegos civilizaron ese mar de pequeños delfines bautizándole con el nombre de “Euxinos”; esto es, “hospitalario”. Y una vez llamado Ponto Euxino, las ciudades de Histros, Tomis, Apolonia, Anchíalos y Odesa tenían como habitantes a los mejores anfitriones del Mundo Clásico. La palabra crea la realidad. Cuando las terribles y contumaces perseguidoras de los hombres, las Furias inclementes, se comenzaron a llamar Euménides ( de buen corazón ) se transformaron en tres hadas de cuento. La palabra crea la realidad. Cuando al “tonto” los griegos lo llamaron “euethes”, esto es, “de buenas costumbres”, el tonto brilló como el símbolo humano de la bondad absoluta: “Es tan bueno, tan bueno que parece tonto”. La palabra crea la realidad. La misma noche es llamada euphrone. Y en ese mismo momento de nominatio la terrible negrura u oscuridad de la noche es luz estelar que alumbra buenos pensamientos a los hombres: “la noche está llena de orejitas que escuchan”. La palabra crea la realidad. El mismo lobo (lükos) deja de ser un espanto nocturno y pasa a ser un hijo entregado a su madre, la luna, con sus cantos apasionados y casi entrañables. Es así que la luna se hace “lükábas”. La palabra crea la realidad. La misma muerte (mors-mortis) es la suprema costumbre (mos-moris), con cambio de género gramatical, de la comunidad humana, como colectivo moridero, y puede ser un golpe definitivo (thánatos, del verbo “theíno”, golpear ) de la Parca. El pronombre indefinido aleja la realidad creada por esta metáfora del hábito y de los golpes: “Por si me pasa a mí ALGO, aquí dejo las cartillas del Banco”. La palabra crea la realidad. La serpiente debe su desprestigio a su movimiento servil. “Serpens” o “herpôn”, la que se arrastra. Nuestro mundo, nuestra realidad de felicidad o desdicha, se construye con palabras. Los locos esquizofrénicos o paranoides nos asustan porque hacen de forma más patente lo que hacemos consensuadamente los aparentemente cuerdos: construir su realidad con palabras. In principio erat Verbum.

Pero donde la palabra crea más universos es en la esfera de la política. No sólo crea las ideologías que como referentes suelen tener los partidos políticos, tan a menudo infieles en la práctica a aquéllas, sino que incluso llegan a levantar el propio mundo virtual por el que los hombres en su condición de ciudadanos circulamos. El siciliano Gorgias, ya en sus textos sobre Helena (Elogio) y Palamedes (Apología), nos advirtió del inmenso poder de las palabras, y del peligro que entrañaba tan grande poder. Así, seducir a una mujer con palabras no es delito, a diferencia de violentarla. Y, sin embargo, el gran sofista consideraba que conseguir el poder con palabras seductoras, engañando al pueblo sobre imposibles que no se pueden materializar, debería condenarse igual que querer conquistar el Estado con la fuerza. Los discursos de Gorgias tuvieron en su tiempo una gran repercusión en las esferas del pensamiento. Sin duda, porque entonces la realidad no eran sólo palabras, sino que gran parte de ella era “verdadera”, y no sólo “verosímil”. Demostraba la relatividad de la realidad que las palabras creaban construyendo discursos perfectos e irrebatibles sobre una cosa y la contraria, sobre un objetivo y su contrario. Y en ambos casos antitéticos tenía razón desde el mundo de las palabras.

Palabras, palabras, madres del mundo de los hombres, indicadoras indirectas de un universo lejano y siempre inasible.

El poder de las palabras