sábado. 20.04.2024

El viejo que comía plátano frito con arroz

Bicicleta
Bicicleta

La muerte de Julia no provocó alteraciones graves en la rutina de Agapito. Cada día al amanecer, después del aseo con palangana y toalla en ristre, el viejo jubilado continuaba su ritual mañanero en la sombría cocinilla que daba al patio. Allí, una jornada tras otra, le esperaba un enorme tazón de sopas con leche oscurecido con un chorrito de café. En alguna ocasión se acercaba a la churrería de la plaza y compraba un par de roscas, pero debía ser un día muy especial para saltarse la monotonía a la que estaba tan acostumbrado.

Ahora cuando ella descansaba en la eternidad, si hacía bueno, volvía a coger la bicicleta y se encaminaba al pequeño cementerio por aquella senda flanqueada a ambos lados por moreras y acacias que lo protegían del sol. No tardaba demasiado, visitaba la sepultura y mascullaba una oración sin dejar entrever su profunda tristeza, cumpliendo con su amada y consigo mismo en apenas una hora.

La viudez de Agapito formaba parte de un guión predestinado. A pesar de su melancolía sabía que no podía ir en contra del tiempo. Desgraciadamente ella se fue primero y ahora estaba solo, pero de algún modo, instintivamente quizás, se había preparado para aquel trance que era el final de la vejez..

Los hijos nunca llegaron a pesar de que se casaron jóvenes. Quizás en algún momento sintieron necesidad de perpetuarse con la descendencia. En los primeros años de matrimonio se inquietaron y añoraron a los posibles vástagos pero después se conformaron y fueron felices a su modo, dándose el uno para el otro sin particulares ambiciones que vivir juntos el día a día.

Ahora notaba en su interior que se había acostumbrado a la soledad y quería seguir viviendo. Al mediodía, antes de comer, Agapito solía darse una vuelta por el hogar del jubilado, donde había muchos conocidos, pero él sólo se limitaba a observar las eternas partidas de cartas sin la pasión de los jugadores, furibundos apasionados del truque o del tute que alardeaban de sus triunfos haciendo jacherías a pesar de su edad. Como era un hombre austero y las perras no le sobraban visitaba muy poco los bares, pero el vino nunca le faltaba, lo tomaba en las comidas y un vasito a media tarde.

Su trabajo durante tantos años en el campo le habían convertido en un aceptable cocinero y cada día preparaba su sustento, sin exquisiteces, comidas de cuchara elaboradas con mimo y paciencia, que tiempo ahora le sobraba.

A pesar de la previsible y rutinaria vida que observaba, apenas nadie sabía de su única excentricidad. Sólo la dependienta de la frutería de la calle Real tenía serias dudas de la rareza que suponía que, cada cierto tiempo, Agapito adquiriese dentro de la compra habitual, un par de ejemplares de plátanos macho. Hasta tal punto sospechaba que, aunque le parecía descabellado, la imaginación le conducía a pensar que aquel viejo jubilado que vivía solo, podía haberse liado con alguna de las nuevas vecinas del pueblo. En especial estaba recelosa de un par de colombianas y una descarada venezolana que de vez en cuando se acercaban por la tienda para comprar algunos productos de su tierra natal. Ellas eran las posibles candidatas ante la anormal dieta de Agapito. El desparpajo que mostraban las féminas y sus generosas formas tenían revolucionados a la mayoría de los vecinos sin excepción.

Braulia, que así se llamaba la frutera, dudaba cada vez más y no podía entender qué suceso o accidente motivaba a Agapito para cocinar de vez en cuando el excéntrico plato sudamericano que llevase esos ingredientes.

Nada más ajeno que las intuiciones de la cotilla frutera. Ignoraba que su atrevimiento venía condicionado por su tardía afición a la lectura, en especial, por la novela latinoamericana.

De pequeño Agapito apenas fue a la escuela. Recuerda que era un colegio de cagones regentado por un maestro sin título. El aula era una destartalada nave con murallas de adobe donde el mapa de España estaba colgado a una altura más que respetable, tanto, que casi rozaba el techo y así no podían manosearlo los mocosos, si en alguna ocasión debían situar alguna capital, río o montaña, tenían que coger la caña situada en el rincón cercano a la puerta para señalar el accidente geográfico. Tan precarias eran las instalaciones de la supuesta escuela que ni siquiera tenía excusado. Los chicos, apretados por las necesidades fisiológicas, corrían como como locos para evacuar en los quiñones de las afueras.

Pocas cosas pudo aprender en aquella rudimentaria institución, pero sí las suficientes para desenvolverse en su mundo rural: las cuatro reglas para las cuentas, algunas medidas, unas nociones de geografía y la capacidad de imaginar leyendo.

Aunque tenía muchos años y a pesar de  leer muy despacio, su cabeza funcionaba a las mil maravillas y su compresión era excelente. Para sí quisieran algunos jóvenes tener las entendederas y el sentido común de Agapito.

No podría explicar cuándo sucedió concretamente, pero poco a poco y en los ratos libres, retomó el hábito de la lectura empezando por algunos cuentos para mayores. Después de haber leído un par de ejemplares de la nueva literatura latinoamericana se hizo admirador incondicional de García Márquez y ya no pudo parar de leer otra cosa que no fueran novelas que contasen historias de aquel lejano continente.

En el viejo aparador del comedor tenía apiladas con mimo aquellos libros que tanto le entusiasmaban, algunos releídos unas cuantas veces. Las cubiertas demostraban su uso continuo y en algunos, incluso, se había atrevido a subrayar con lápiz alguna cita que a él le resultaban sublimes, por su extremada sencillez o por su rarezas, que esas dos premisas provocaban en Agapito el entusiasmo por este género literario.

Después de sestear, solía sentarse en una desvencijada hamaca de playa, en el patio, justo al lado del brocal del pozo y protegido por la sombra de una respetable higuera,  obstinado árbol que había ido viendo crecer primavera tras primavera. Aquel era su lugar preferido, la mejor sala de lectura y donde hacía acopio de historias y leyendas desconocidas para él. Ya por la noche, cuando la inmerecida soledad se hacía más patente, buscaba refugio en la cocina, allí, con gozosa parsimonia y de vez en cuando preparaba ese platillo tan apetecible, una receta sencilla que referían de soslayo en alguno de aquellos libros tan queridos.

Bajo la luz de una aséptica bombilla de bajo consumo, el viejo jubilado saboreaba  la comida y reflexionaba sobre la lectura de la tarde. Aquellas novelas le transportaban a parajes exuberantes de ríos caudalosos y corrientes de agua surcadas por viejos vapores o a selvas impenetrables e inhóspitas donde los garimpeiros buscaban efímeros tesoros. Somnoliento, soñaba con burdeles repletos de mulatas sensuales y voluptuosas, con naciones regentadas por tiránicos dictadores que vestían pomposos uniformes militares o con palacios presidenciales decrépitos con largas galerías invadidas por gallinazos enormes. Cuando pensaba en ello, inevitablemente se preguntaba si aquellos animales eran tan grandes como las avutardas que tantas veces vio por los campos cercanos.

Lugares sorprendentes y abrumadores que contrastaban con la austeridad del paisaje cotidiano. Gentes más raras aún, apasionados, libertinos sin prejuicios, horizontes donde la vida y la muerte son las caras de una misma moneda. Necesitaba como el agua soñar con un mundo fantástico, lejano y extraño, algo que le ayudase a vencer la tristeza y la soledad de aquel páramo en el que se había convertido su vida cuando  Julia murió. 

El viejo que comía plátano frito con arroz