sábado. 20.04.2024

Una máscara no es lo que uno es, sino una representación, verdadera o falsa, que se exhibe a
los demás. No nos relacionamos de igual forma con todas las personas de nuestra vida. La
pareja, el compañero de trabajo, el vecino, el panadero, el amigo, nuestro padre, la maestra, el
camarero, nuestros hijos… Jugamos diferentes roles, y ponemos en juego diferentes aspectos
de nuestra personalidad. Pero cuando nuestras expectativas pasan al otro, cuando tratamos
de agradar al otro, anteponiéndolo incluso a nosotros, ponemos en juego máscaras que no nos
hacen sino más dependientes de nuestro entorno, y anulan la riqueza de nuestro ser. Existimos
en la medida que nos aceptan y nos quieren.

Jung expresa que la Máscara son las apariencias y “que en ciertas ocasiones acompañan al
individuo toda su vida”. Se usa la Máscara para esconder, defender y proteger la intimidad ya
sea de manera consciente o inconsciente. Esta tiene la tarea de defender a la persona, como
un escudo protector en la vida social. A veces incluso, nuestra máscara es nuestra identidad.
Pero existe el riesgo de perderse a uno mismo, desconectándonos de nuestros deseos, de
nuestras necesidades. Viviendo la vida a través de los ojos de los demás, cubriendo sus
expectativas y necesidades en lugar de mirar de las propias.

Cualquier disfraz o máscara, refleja algo que nosotros mismos no nos atrevemos a revelar
cuando nos vestimos en el día a día. Desde el disfraz, desde el personaje, nos permitimos ser,
expresar, sentir… Cuando alguien (que no soy yo), puede hacer algo, sin temor al juicio ni la
represalia, entonces la persona se siente libre de ser. Toma contacto con su deseo, y lo
expresa, sin tapujos, dejando libre esa parte que mantenemos amordazada en nuestro día a
día. El disfraz permite que nos desenmascaremos. Despojarnos de nuestros roles cotidianos y
permitirnos ser desde el deseo. Liberarse de la identidad conocida, para ser otro. Para volver a
la realidad y retomar nuestra máscara cotidiana. ¿O no? 

Máscaras