jueves. 09.05.2024

La alegría del amor deriva de que la cosa en sí es moralmente buena y maravillosa. Estamos alegres cuando amamos porque sabemos que nos movemos en el ámbito del bien. Y a pesar de lo vulnerables que nos hace todo amor verdadero a estar abiertos al sufrimiento, la apuesta por amar siempre merece la pena; es lo que más merece la pena en el mundo, lo más importante. Y aunque tiene algo de cierto aquello que nos decía Santo Tomás de Aquino: “Ex amore procedit et gaudium et tristitia”, siempre el gaudium en el verdadero amor es mayor, y hasta ningún amante triste y melancólico por su amor perdido cambiaría su experiencia por quien no la ha tenido.

En su gran libro sobre el amor, comienza el gran teólogo alemán Joseph Pieper a hacer una taxonomía a partir de la lengua griega de los distintos tipos que hoy recoge nuestro vocablo “amor”, pero que en griego existía un vocablo para cada uno de esos sentidos que tiene para nosotros el término “amor”. Así, hay un sentido del amor que es el “erôs”, que vemos claramente en El Banquete, de Platón, y que apuntaría al amor común, con cierta cercanía a Afrodita. Existe otro sentido del amor que es la “phylía”, que tendría que ver con la amistad, y que Aristóteles en sus Éticas lo define como el sentimiento humano más sublime ( explicaremos por qué ) en este artículo y comentario. Luego tenemos el amor comunitario, que es el “agapê”, propio del crisdtianismo, según Karl Barth y, finalmente, el “storgê”, que se puede dividir en “phyladelphia” ( o amor entre quienes se sienten hermanos ), y la philantropía ( que es el amor al hombre en general ). Se echa de menos que esta clasificación de Pieper no la haga en la lengua latina, pues “amor” en latín no es tan plurisignificativo o polisémico como en castellano. Dado que en el latín clásico “amor” apunta fundamentalmente al instinto venusino, mientras que la “caritas” apunta al amor “político” ( o amor a los hombres por el mero hecho de ser uno también hombre – así lo vemos en Tácito -). Por otro lado, tenemos la “pietas”, que etimológicamente es el amor a los padres ( v. gr. Eneas a Anquises ), y de ahí el amor a los dioses. Y, finalmente, tenemos la “dilectio”, que es el amor evangélico por excelencia. Los evangelistas usan la palabra “diligere” tanto para expresar el amor que se deben tener los discípulos de Cristo entre sí, como para expresar el amor que el Padre tiene por el Hijo ( cfr. El término ruso “blagost”, con que ya el antiguo eslavo expresaba el amor de Dios a los hombres ). La “vis appetitiva” de Santo Tomás se encontraría a medio camino entre el amor “sensu stricto” y la “dilectio”. Es verdad que San Jerónimo utiliza el término “volo” como “querer”, que es su significado exacto, cuando dice en la traducción de los Psalmoi ( “quoniam voluit me” ), pero también se podría ver en ello como una eutrapélica y jubilosa afirmación de Dios por la existencia de su criatura, que se acerca al amor, e incluso a la eroticidad de tipo metafísico que vio el gran teólogo judío Martin Buber. A Martin Buber le viene bien este querer de eroticidad universal en el contexto de la fe colectiva del pueblo judío a Dios. El amor es el original y más auténtico de todo querer.

Para Pieper el hombre es un ser en el amor; esto es, metafísicamente el hombre vive del amor y alimenta a los otros con su amor. Amar ante todo es aprobar la existencia de las criaturas amadas; es afirmar lo bueno que resulta la Creación en el fondo. El amante dice al amado “Es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo”. “Yo quiero que existas”. San Agustín incluso nos señala que “Ex amore suo quisque vivit, sive bene, sive male”. Estamos construidos con amor. Y añade: Virtus est ordo amoris. Pues es imposible entender un orden sin la armonía divina de Dios, es decir, del amor.

Amar una cosa es estar empeñado en que exista. Más aún, como decía Gabriel Marcel: “Amar a una persona es decirle: tú no morirás”. Y Georg Simmel: “La creación es lo correlativo del sí amoroso”. Porque Dios cuando crea ama, y cuando nosotros amamos afirmamos y alimentamos la creación, nos hacemos co-creadores. Hasta el pesimista Jean Paul Sartre, que con El Diablo y el Buen Dios llega al pesimismo más nauseabundo, su alma de poeta, sin embargo ( recordemos lo que decía Platón en el Ion sobre los poetas: son médiums de la divinidad ) llega a gritar: “Sólo nos justificamos mediante el amor”. Esto es, nuestra vida sólo tiene sentido si amamos y somos amados.

El gran Erich Fromm llegó a interpretar la miel que aparece en las Sagradas Escrituras, cuando de la tierra prometida se dice “que mana leche y miel”, como el alimento espiritual que supone el amor. Y está demostrado que los niños que no han tenido personas que les hayan amado con el amor de una madre, están más expuestos a todo tipo de enfermedades, sobre todo las infecciosas. No sólo necesitamos del alimento que da la tierra, sino de aquél que dan nuestros corazones. Efectivamente, creer en Dios como Amor es saber que “omne ens est bonum”, aunque nos pueda parecer por la experiencia que no todo individuo es bueno. Pero esto se explicaría por el principium individuationis de Leibniz, porque es cierto, metafísicamente hablando que “omne ens est bonum”.

Existe una aberración en  la Ética de Spinoza que ha hecho mucho daño en la filosofía posterior, cuando este judío errante declaraba en su Ética que “propiamente hablando Dios no ama a nadie”. Y es que no es cierta la correlación “Deus sive Natura”; es que Dios no es su Creación.

Las personas orgullosas creen que son amadas porque son inteligentes, guapas, ricas, o por sus virtudes. Pero se confunden de medio a medio. El verdadero amor es inmotivado.

También el amor es el supremo grado del conocimiento, porque quien nos ama es quien nos conoce mejor y nos fuerza así a ser realmente lo que somos, a responder mejor al designio que tiene nuestro ser en la Creación.

El amor es uno de los sentimientos humanos más sublimes y portadores de felicidad. Nada da mayor felicidad en este mundo que sentirse amado, que es sentirse afirmado con la mayor contundencia sobre el suelo sagrado de la Creación. Aristóteles ponía en la amistad, phylía, la cúspide de los sentimientos humanos, dado que ni el tiempo ni la geografía diluyen este sentimiento (“el más civilizado”) de los que un día fueron verdaderos amigos. Sin embargo, el amor – en su sentido latino -, sobre todo el amor entre un hombre y una mujer, vive del tiempo y del espacio. Cuando sólo la atracción sexual une a la pareja, si estos se distancian durante mucho tiempo en distintos lugares, ese amor suele enfriarse, y llegar a morir. Eso no pasa nunca con la amistad, el sentimiento humano más noble, según la ya citada Ética aristotélica. Al verdadero amigo, aunque llevemos años sin verlo, cuando lo volvemos a ver lo recibimos con la misma sonrisa de siempre, un poco parecido al Padre que recibe al perdulario hijo pródigo en la maravillosa parábola de Jesús.

El gran pensador italiano Alberoni habla también de que existe una geografía del amor, que se transforma en una geografía sagrada ( “El paraíso está en la tierra que pisa el amado”) cuando el amor funciona en cuanto que es el ámbito en donde el amor se ha desarrollado.

Me ha encantado el libro de Pieper por su indesmayable optimismo. Sólo el amor subraya nuestra existencia, sólo el amor justifica nuestra existencia, sólo el amor conoce a fondo el sentido de nuestra existencia.

 

El amor en Joseph Pieper