miércoles. 24.04.2024

Érase una vez un joven zagal sin oficio, ni beneficio, como suele decirse, que un día, dando un paseo por el campo, se lamentaba porque quería ser escritor de cuentos y, aunque sabía que era muy malo, sentía envidia de otro escritor muy bueno que vivía en el mismo lugar.

La envidia no le dejaba vivir en paz y, viendo que no podía alcanzarle por las buenas, pensaba en la forma de vengarse de él y de algunas otras personas, para quitarse el complejo de paleto que no le dejaba vivir. Se sentó junto a un árbol muy verde y mientras tramaba un plan, ¡Oh, sorpresa! Una bruja se le apareció en forma de bichejo rojo con lunares negros. La bruja al verle tan abatido se frotaba las manos y le dijo que mirase el aborregado cielo que les cubría, porque se podría inspirar en ello. Le regaló un capote (o capa) de color rojo y recomendándole que tuviera mucha mano izquierda, desapareció.

El imberbe mozalbete se puso la capa roja y se quedó pensando en el cielo aborregado que no entendía, hasta que cayó en ello. Al volver al pueblo, vio que el pastor de toda la vida había fallecido, encontrándose con la puerta del redil abierta y el ganado descontrolado; así que decidió hacerse pastor de ganado, para lo que buscó hasta diez perros (y perras, con perdón, que así se llaman) para que le ayudasen a organizar a todas aquellas ovejas (y… ¿borregos?).

Cada día observaba el que ya consideraba su ganado, haciendo selección de las ovejas (y borregos) que más le convenían. Había algunos (y algunas) animales que no le gustaban mucho o que balaban demasiado y algunas otras que daban poca leche. Mirando a los perros (y perras) guardianes, se encaprichó de una perrilla jara, muy bonita a la que alimentaba muy bien: estaba gorda como una nutria y muy bien amaestrada, para que le fuese siempre fiel, incluso cuando él faltase.

Poniendo en marcha su venganza, engañó al buen escritor, encargándole algunos cuentos para entretener a sus ovejas (y borregos) y se les pagaba tarde, mal y…, el codicioso pastor, poco a poco se fue dando cuenta de que podía vivir muy bien el resto de sus días, a costa de aquel ganado suelto que había encontrado y calculó que necesitaría unas 6.500 cabezas entre ovejas y borregos, así que comenzó descastando lo que no le convenía, vendiendo algunas cabezas, y echando a los lobos otras que le estorbaban, logró un rebaño muy parejo. Todas las noches contaba borregos antes de dormir.

Para que no le molestasen mucho decía: “oveja que bala, pierde bocado” y así, todas estaban calladitas, dejándose ordeñar y esquilar cuando llegaba la fecha. Algunas noches cuando nadie le veía, entraba en el redil a por los corderos y, apartando el mejor para él, vendía el resto y decía a sus madres que el lobo feroz se los había llevado; como en el cuento malísimo que contaba sobre apartar a la oveja negra del rebaño.

Cada vez que hacía alguna de estas maldades, a su capa roja le salía un lunar negro, cosa que la bruja malvada no le advirtió y, cuando el vanidoso pastor se miraba en el espejo, veía su capa llena de lunares. Quería estar muy guapo, a pesar de que estaba engordando mucho por la buena vida que llevaba y tenía la capa a punto de estallar. Se presentaba a los concursos de belleza que había en la comarca cada cuatro años, donde elegían al pastor más guapo y, bien acicalado, peinaba a sus perros (y perras, comprando alguna nueva por los alrededores) y repartía fotografías por todo el pueblo, posando junto a las ovejas (y borregos, bien cebados) y todos los que leyeron el cuento del pastor codicioso, vieron que había ganado.

Cuento (con descuento). El pastor codicioso