domingo. 05.05.2024
OPINIóN

Los intelectuales del siglo IX

No ha habido siglo en Europa en donde se haya buscado más la fundamentación de las decisiones políticas en el mundo de la intelectualidad que en el siglo IX, el siglo del Imperio Carolingio. Sólo la Atenas de Pericles, con sus distintas escuelas sofísticas, se acercó a la Europa del siglo IX a la hora de fundamentar moral, filosófica y lógicamente las decisiones políticas emanadas del poder. 

INTELECTUALES DEL SIGLO IX (Copiar)

Ni siquiera en la Revolución Francesa tuvieron tanta importancia los intelectuales. Los intelectuales fueron más importantes en este siglo de lo que nunca volverían a ser. El siglo IX, desde Carlomagno hasta Carlos el Gordo y Carlos el Calvo, fue superior en cuanto foco de actividad política intelectual colectiva a la Revolución Francesa. Esto no hizo que los participantes políticos se comportaran mejor, desde luego, pero incrementó mucho la diversidad de excusas y autojustificaciones para la mala conducta. Hoy mismo se echa de menos las teorías exculpatorias de un Hincmaro en el caso de Bárcenas, los sobresueldos o en el de los ERES de Andalucía. Y es que los intelectuales del siglo IX prueban que el poder político no obraba con la desfachatez actual y sí con mala conciencia y sentimiento de culpa. Haber contado con una educación ya era bastante para destacar, independientemente de los orígenes biográficos. La educación y la inteligencia vincularon a Eginhardo o al poeta y liturgista Walafrido Estrabón, de orígenes humildes, con auténticos aristócratas  como Rabano Mauro, y lo mismo podemos decir de intelectuales de la talla de Hincmaro o el teólogo Godescalco. Incluso intelectuales sin raíces en las tierras francas, como Alcuino, Teodulfo o Juan Escoto Erígenes, tuvieron su oportunidad para participar en el aparato teórico que fundamentaban las decisiones de la Corte. La verdadera patria de los intelectuales eran los libros. Por otro lado, los aristócratas tenían que haber recibido una instrucción adecuada para poder actuar políticamente en este período. Hincmaro podía escibir textos muy eruditos para Carlos el Calvo, con la expectativa de que el Rey-Emperador entendería perfectamente las alusiones.  El Rey también buscó libros por propia iniciativa, como cuando el Abad Lupo de Ferrières, uno de sus estudiosos más leales, le envió un sermón de Agustín contra el perjurio. Todos los nobles tenían bibliotecas muy bien provistas de autores latinos y griegos. En el testamento del marqués de Everardo de Friuli había Biblias, centenares de comentarios bíblicos, veinte libros de Derecho, obras de Vegecio, San Agustín, Boecio, Gregorio Magno, Beda y San Isidoro de Sevilla, varias vidas de santos, dos o tres historias universales y otros varios libros de distinta índole. En su mayoría no eran textos del siglo IX, pero documentan los mismos intereses que es fácil demostrar que movían a los intelectuales del siglo IX. Había una auténtica comunidad intelectual compartida que iba mucho más allá de los escritores de la época.

Es un mito absolutamente falso, creado por la tendenciosidad anticlerical y el odio de cierta izquierda al cristianismo, aquél que sostiene que el Califato de Córdoba fue una isla de cultura en el marco de una Europa en donde reinaba la barbarie. Nunca la barbarie fue más bárbara que en el Islam durante la Edad Media, salvo en el naciente imperio otomano, que ha representado la única versión social política pacífica e ilustrada del Islam.

Lo mismo que en el mundo islámico (omeyas, abasíes, fatimitas…), en el mundo cristiano representado por el Imperio Carolingio teología y política eran inseparables. Toda decisión política se justificaba teológicamente, y todo desafío teológico era un ataque político. Reyes y obispos eran socios en la actividad política; pues si bien los reyes carolingios nombraba a los obispos, estos tenían la obligación de corregir continuamente a los reyes, sobre todo en el aspecto moral, que es el aspecto más importante en la alta política carolingia, y siempre tuvieron plena libertad los obispos carolingios para cantar las verdades del arriero a sus reyes, e incluso en algunas ocasiones para desautorizarlos. Hoy los reyes no nombran a los obispos, y los obispos casan princesas divorciadas que han incluso abortado. Los intelectuales carolingios tuvieron que enfrentarse a distintas herejías; una de ellas revestía especial peligro, por haberse propagado desde la Hispania cristiana invadida por los musulmanes: el adopcionismo. Los círculos políticos carolingios se inquietaron grandemente al descubrir la nueva herejía, la primera después de cuatro siglos de catolicismo ortodoxo, y que estaba asociada con dos obispos hispánicos, Elipando de Toledo y Félix de Urgel, quienes usaban la imagen de la adopción del Hijo por el Padre para explicar la humanidad de Cristo.

Las transgresiones de las reinas carolingias en su vida sexual provocaron siempre un pánico moral y social, en cuanto que  aquellos intelectuales veían en ellas la principal causa que encendía la cólera de Dios. Los pecados de las reinas no sólo produjeron el pánico social sino verdaderas revoluciones. Sus adulterios provocaban inundaciones, incendios, terribles sequías o terremotos políticos. Las hijas de Carlomagno, que dirigieron el palacio en los últimos años de vida de éste, fueron acusadas de fornicación en 814 (al igual que el propio Carlomagno ). Judit fue acusada de cometer adulterio con Bernardo en 830, acusación que se repite en todas las narraciones del período, favorables u hostiles – tuvo que ser una incriminación muy destacada -: Pascasio Radberto teorizó al respecto en la década de 850, afirmando que suponía una inversión completa del buen orden del mundo, signo sobre todo de que Luis el Piadoso, incapaz de controlar su palacio, no era apto para gobernar. Lotario II acusó a su esposa de sodomía, aborto e incesto, cosas que explicaban los letíferos desbordamientos del Rhin. Carlos el Gordo acusó a su mujer Ricarda de adulterio con su propio consejero principal, en este caso el Obispo Liutuardo de Vercelli; también a Uota, esposa de Arnulfo, se le acusó de ser adúltera. Como las reinas carolingias fueron más notorias, en vida de sus maridos, de lo que lo fueron sus predecesoras merovingias, la cólera de Dios era más terrible. En realidad, la mayor parte de las incriminaciones contra las reinas estaba motivada por el deseo del Rey de divorciarse; lo que producía un enorme corpus teórico y filosófico – indefectiblemente fariseo – para justificar estos divorcios.

Todas estas teorías sobre la fidelidad sexual de las reinas convergieron en la gran “querelle” sobre el divorcio de Lotario II de su esposa Teutberga, en 857-869. Lotario se había casado con Teutberga, de la notable familia aristocrática de los “bosónidas”, en 855, pero pronto le dio la espalda y, en 857, intentó volver con su antigua compañera, Gualdrada, con la que tenía un hijo, Hugo.  En el siglo IX la ley matrimonial se estaba volviendo más estricta: Carlomagno pudo librarse de su esposa, pero Lotario debía aportar razones bien fundamentadas por los intelectuales de la corte de acuerdo a la ley. Planteó que Teutberga había mantenido sexo anal con su hermano Huberto, de resultas de lo cual había quedado embarazada ( lo cual es imposible, por descontado, y sus adeptos alegaron brujería ) y luego había abortado el feto: incesto, sodomía e infanticidio, todo en uno. Y entre los francos la pena contra el infanticidio era más dura que la de Gallardón, pues conllevaba la muerte de la madre asesina. Las otras dos prácticas también conllevaban la Pena Capital. Sin embargo, Teutberga demostró su inocencia en una ordalía, en 858, pero Lotario celebró su juicio amañado en Aquisgrán, en 860, donde ella se vio obligada a confesar su culpa y retirarse a un monasterio. Esto fue cuidadosamente ratificado en un concilio organizado en 862, en el que se proclamó reina a Gualdrada; al año siguiente, los legados papales se mostraron de acuerdo en Metz, donde Teutberga confesó de nuevo; los dos principales arzobispos de Lotario, Gontiero de Colonia y Teutgaudo de Tréveris, llevaron luego el caso a Roma, para su ratificación definitiva en 863. Pero el Papa Nicolás I se negó a darles su apoyo; en un golpe teatral, anuló el sínodo de Metz, exigió que Lotario se uniera de nuevo a Teutberga y destituyó a los dos arzobispos. Lotario no lograría nunca disolver su matrimonio. La humillación, tan imaginativa como maligna, que Lotario y sus consejeros organizaron contra la reina Teutberga fue tan extrema que es difícil no alegrase de que fracasara gracias al sentido común, conocimiento de los hombres y ecuanimidad del Papa.  

El uso y el robo de reliquias fueron también explicados y fundamentados a través de las obras de los grandes intelectuales de la época. En 826, Hilduino había iniciado una moda de compra de reliquias de Roma, tras hacerse con el cuerpo de san Sebastián para uno de sus monasterios, el de San Medardo, en Soissons. En 827, Eginhardo le había imitado, con la ayuda de un tratante y ladrón profesional, el diácono romano Deusdona, y había enviado a su propio notario, Ratleico, a robar los cuerpos de san Marcelino y san Pedro de su tumba, sita en la Via Labicana, fuera de Roma, con el encargo de llevarlos al norte. Después de que Ratleico cruzase los Alpes, ya no tenía que esconderlos más, y, en procesión pública y ante muchedumbres de espectadores, los llevó a la Alemania central, donde radicaban la mayoría de las propiedades de Eginhardo. Las llevó a la iglesia de destino, en la residencia a la que Eginhardo planeaba retirarse, en Michelstadt, en el bosque de Odenwald; pero a los santos no les gustó el lugar y, en sueños, pidieron que los trasladara a otra iglesia de Eginhardo en Saligenstadt, cerca de Francfort, que Eginhardo arregló según correspondía. A partir de ese momento empezaron a producirse milagros sanadores, que habían continuado sin interrupción, y a menudo en grandes números, hasta que Eginhardo escribió su relato de estos hechos, a finales de 830. Las reliquias no sólo produjeron inmensas riquezas a Eginhardo, sino que dotaron al Imperio Carolingio de un inmenso poder mágico que lo hacía indestructible.

El latín, y no el protofrancés ni el alemán, fue la lengua oficial del Imperio Carolingio, aunque se hicieron traducciones al alemán de algunas partes de la Biblia, como el Libro del Génesis y de los cuatro evangelios canónicos, que todavía usaría seiscientos años después Martín Lutero para la traducción definitiva de la Biblia. No sólo los intelectuales, sino toda la jerarquía del Imperio, del duque al más humilde funcionario, hablaba y escribía latín correctamente. También las aristócratas y las princesas, que eran grandes lectores de literatura clásica. Monasterios y conventos fueron las escuelas de este logro cultural que aún nos conmueve. Podría ser también que el refinado latín de nuestros textos fuera tan sólo una lengua de la corte y los clérigos, un “mandarín” absolutamente oscuro e ininteligible para la plebe, pero que clérigos y aristócratas hablaban con corrección. El mundo carolingio copió enormes cantidades de textos patrísticos, pero también importante número de obras precristianas. Les ayudaba un avance técnico, la escritura minúscula carolina, de lectura fácil y rápida, que a finales del siglo VIII se impuso a las antiguas escrituras cursivas y a principios del IX había llegado a ser uniforme en la mayor parte del Imperio, también incluso en el Reino de Asturias, en donde la imposición caligráfica se impuso mediante el asesinato. Detrás de la letra venía una ideología del mundo, como ahora ocurre con la escritura digital y la tecnología, que constituyen toda una filosofía siniestra de la postmodernidad.

Los intelectuales del siglo IX