sábado. 04.05.2024

Por mucho que queramos anticiparlo, es comprensible que el futuro sea siempre un misterio difícil de resolver. Lo incomprensible es que también sean un misterio el pasado y el presente, porque entonces no tendremos más remedio que admitir que las reglas de la lógica que creíamos saber no valen para nada. Y eso es muy inquietante.

Es posible que algo de esto pasara por la cabeza de Pedro Sánchez poco antes de empezar el debate del pasado lunes con Rajoy. Puede que se preguntara la razón de que los demás partidos le vieran como el eslabón más débil de esa cadena de cuatro que parece que van a repartirse el espectro político, y que en consecuencia se hubieran lanzado sin rubor a conquistar a la masa de votantes del PSOE. A lo mejor reflexionaba sobre cuál sería la causa de que su partido no hubiera sido capaz de capitalizar el inmenso descontento que los recortes y la austeridad había generado en la sociedad española. O acaso meditara sobre esos sondeos que ponían en peligro incluso esa segunda posición en las urnas frente al éxito de esos emergentes que en poco tiempo habían pasado de ser apoyo a ser amenaza. El hecho es que muchos le veían como un líder amortizado y a las puertas del fracaso, y así lo proclamaban incluso aquellos que habrían debido apoyarle.

Cierto es que algunas de las razones de todo eso no se le escapaban. Era claro que estaba más solo que la una en su partido, y que fuera de su grupo de incondicionales el resto de barones habían preferido pasar por la campaña de puntillas. Era evidente que la que fue su gran valedora para llegar a la Secretaría General estaba en realidad esperando su batacazo para reclamar lo que a fin de cuentas ella siempre había considerado suyo, y que no había asumido antes para que otro pagara los platos rotos del desastre electoral. Y le resultaba obvio que la estrategia de campaña basada en reivindicar el legado de Zapatero, querer derogar mucho y proponer poco no era eficaz frente a la experiencia de unos y la frescura de otros. Y no es que no estuviera entregándose a fondo, desgañitándose en cada mitin, cada acto, cada debate; pero ocurre como en el fútbol, que no basta con correr más que el rival sino que también hay que marcar más goles.

 Quizá Pedro Sánchez estuviera sumido en estas reflexiones cuando empezó el debate, ese debate que muchos veían como la última oportunidad de enderezar una situación cada vez más difícil para él. Todo o nada, las apuestas nunca habían estado tan altas. Quién iba a haber dicho hace unos meses que este encuentro sería para él mucho más vital que para el Presidente del Gobierno, la de vueltas que da la vida. Así que se lanzó en tromba desde el principio en un juego de ataque que buscaba no tanto destruir al rival sino afianzarse como la auténtica alternativa por encima de los recién llegados. Y el caso es que lo iba consiguiendo, acorralando al Presidente y pisando sus intervenciones ante un moderador que jugó el papel del árbitro permisivo que deja jugar; demasiado permisivo quizá.

Y en esto llegó la primera pausa publicitaria. Probablemente alguien pudo decirle a Pedro Sánchez que lo estaba haciendo muy bien, que tenía a Rajoy contra las cuerdas, que estaba ganando, y que si seguía así podía incluso golear. Nunca una última bala iba a ser tan bien aprovechada, pensó; así que redobló esfuerzos y agresividad para dar la puntilla a un temeroso Presidente que hasta ese momento se había zafado como había podido del acoso de un, esta vez sí, brillante candidato a sucederle. Así que, acabada la pausa, Sánchez respiró hondo, se echó hacia delante en la mesa y empezó una diatriba contra Rajoy que terminó en la acusación de que no era un Presidente decente.

Fue el punto de inflexión, el momento en que toda la ventaja claramente acumulada hasta entonces se desvaneció. Hubo un instante de silencio mientras Rajoy lo miraba fijamente, y acto seguido el Presidente puso pie en pared para afearle la conducta. “Hasta aquí hemos llegado”, dijo Rajoy visiblemente dolido en su orgullo y en su honor. Lo que ocurrió después fue un grave intercambio de descalificaciones como nunca antes se había visto en ningún otro debate. Ni siquiera en los agrios encuentros de González con Aznar, Zapatero con Rajoy, Rajoy con Rubalcaba. Pedro Sánchez tuvo una pérdida de papeles de tal calibre que inmediatamente quedó invalidado para todos aquellos que habían empezado a verle como una opción redescubierta frente al brillo y el oropel de los recién llegados. Tenía al Presidente en sus manos y lo dejó escapar vivo, y ese era mucho mejor resultado de lo que se esperaba en las filas del PP visto cómo se había desarrollado la primera parte del debate.

Tras el debate, Pedro Sánchez se encaminó a la sede de su partido quizá pensando con amargura que lo había tenido en su mano y se le había escapado. Puede que reflexionara sobre lo inútil que es dar vueltas a las situaciones pasadas intentando enmendar errores, porque esas situaciones no volverán. Es posible que se consolara pensando que había sido bonito mientras duró. Y acaso tuviera la esperanza de que una pasada de frenada como la suya quizá no había resultado tan grave, porque a fin de cuentas esto era una campaña y no una carrera de motos. De modo que salió del coche, sonrió a sus simpatizantes y recibió felicitaciones que él sabía huecas e inmerecidas. Ya sólo quedaba esperar al domingo y al resultado de las urnas.

Naturalmente, todo esto es política-ficción. No es más que una fantasía en la que el autor de este artículo se imagina qué pasó en la cabeza del candidato del PSOE antes, durante y después del debate. Pero como dicen en las malas películas de sobremesa, es una fantasía basada en hechos reales. Porque es cierto que hubo una pelea en el barro que los más educados llamaron debate, porque es real que existió un candidato del PSOE que pudo ganar y al que su torpeza se lo impidió, y porque es verdadero que hubo unos líderes de nuevo cuño que siguieron el encuentro frotándose las manos porque el intercambio de golpes bajos les dio el monopolio de la moderación y del sentido de Estado.

Sí, no lo soñaron, hubo un debate. Y si me preguntan mi opinión sobre el mismo, diré que ganaron los dos: Iglesias y Rivera.

Notas desde la barrera Cap. XVI: Debate en el barro