jueves. 09.05.2024
OPINIóN

El Perfil del buen político

El sentido común devenido de la Historia de la Política y acrisolado por la experiencia de los pueblos impone sin duda unos determinados títulos para ocupar las funciones públicas: moralidad, rectitud, competencia. Para gobernar es preciso tener capacidad intelectual y moral, ser competente y ser recto. O sea, es preciso que el poder político en cuyas manos está la dirección del país contenga un poder de capacidad y un poder de autoridad. Potestas con Auctoritas. 

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De la capacidad pueden esperarse direcciones certeras. De la autoridad direcciones prestigiosas. La primera producirá adhesión de la opinión general, con la que se conquistará la inteligencia social; la segunda ganará la voluntad general. Aquélla producirá la satisfacción íntima, y ésta la obediencia propia de los hombres libres. Los hombres que dirigen el Estado no tienen como única meta el bienestar material del pueblo, sino también su bienestar moral. En España la rectitud moral del político debe ser subrayada en cuanto que siempre ha sido nuestro principal talón de Aquiles. Ya Plinio el Joven en su carta a su gran amigo Octavio Rufo nos informa de que como praeteor peregrinus intentó ser repetidamente corrompido con dinero por los ciudadanos de la Bética ( la antigua Andalucía ). ¿Será la corrupción política algo congénito de la raza hispánica? ¡Creemos naturalmente que no! No estamos de acuerdo en absoluto con las peregrinas ideas de Montesquieu – en otros ámbitos tan genial – sobre la relación entre los climas y los sistemas políticos.

Junto a la rectitud moral, el amor a la patria, el patriotismo, debe teñir todas las acciones que haga el buen político. El amor a la patria, incluso en una Democracia avanzada, debe constituir una pasión mayor que la ideología con la que el político es aupado al poder. El amor a la patria debe ser la principal razón que justifique la pasión de poder en un buen político. Junto al patriotismo, aunque en un nivel inferior, también es importante la fe en la ideología que anima los actos del político. Un político sin ideología comienza siendo un mero gestor, incluso bueno, para terminar siendo fatalmente un político corrupto. Este es un aforismo que funciona como una ley y se cumple siempre. El político sin ideología, sin una mundivisión que pueda explicar moralmente sus actos, sin religión, acaba siendo un cínico redomado, y es casi seguro que ya lo era cuando se metió en política. ¿Cómo podría justificar su pasión de poder el político que no cree en nada y no ama su patria? Sólo el puro interés personal será su meta y la corrupción el sistema político que practique. Y no hay que olvidar que el Estado se nos debe aparecer siempre como una realidad moral.

La carencia de toda esta panoplia de rasgos que debe adornar a un político – moralidad, rectitud, competencia, patriotismo, fe en una ideología o en una mundivisión política – y que constituye precisamente su auctoritas explica los malos momentos de España en su Historia más reciente: crisis económica, crisis moral y su corolario de corrupción política casi sistemática, leyes deformes elaboradas por ignorantes, peligro de fragmentación del territorio nacional, etc. Los padres fundadores de los Estados Unidos previeron una serie de rasgos que deberían funcionar como criterios a la hora de seleccionar al Presidente, al Vice-Presidente y a los miembros del gabinete: edad, servicio militar, un número de años mínimo inserto en la vida nacional, educación, matrimonio – incluyéndose a los viudos -, etc., que por no estar fijados todos por escrito en la Constitución se han ido diluyendo a pesar de las bicentenarias costumbres, pero que en todo caso responden a la idea de que los candidatos a regir la vida nacional deber ser seleccionados de algún modo. Hay quienes incluso han visto en el colegio electoral que elige al Presidente cada cuatro años en Diciembre un cortafuegos o seguro nacional contra la posibilidad peregrina de la llegada al poder de un indocumentado que disuelva la Nación. Se trata de la idea de que la representación de los territorios pueden salvar las equivocaciones de la representación de la población. Sabio equilibrio entre población y territorios, en todo caso. Pero la idea central de este artículo es la selección de nuestros políticos, de nuestros candidatos, de aquellos a quienes no debe temblar el pulso ni atenazar el miedo a la hora de tomar las medidas oportunas, por duras que sean, que salven a la Nación de cualquier desastre ( económico, sedicioso, secesionista, de defección, etc. ).

La antigua Democracia Ateniense seleccionaba a los políticos después de haber sido elegidos por la suerte o por el voto a través de un examen público llamado dokimasía, y que todavía el Senado de USA hace a los miembros del gabinete del Presidente, así como al Presidente del Tribunal Supremo. Este examen versaba y versa sobre amor a la patria, amor a la familia, experiencia militar e ideas generales sobre la Constitución y la Administración. Roma era todavía más dura en la selección, no sólo por los requisitos, sino también por la carrera política o cursus honorum que se exigía a los políticos que conformarían la clase gobernante.

¿Alguien cree sinceramente que con algún tipo de selección que hubiese valorado el sentido común y valor de nuestros políticos se hubiera llegado a la infame consulta catalana sobre la independencia y la ruptura con la patria común? Difícil, muy difícil. El mal de España no se fundamenta en la corrupción política, que sólo es un epifenómeno o manifestación de algo mucho más hondo, sino en la índole de nuestros políticos y en su reclutamiento. A quien carece de entrada de auctoritas, es locura confiarle la potestas. Pero toda voluntad verdaderamente política es voluntad de desinterés, de superación personal, para darse por entero a la Comunidad nacional en un afán ideal de que la Nación cumpla su mejor destinación, combatiendo sin tregua y con toda el alma todo tumulto, toda sedición, toda defección que suponga una partícula del quincuecentenario patrimonio de la patria.

El Perfil del buen político